Me volvió a tener de inmediato y, tras una siesta breve, me despertó para enseñarme que de un cuerpo humano se pueden desprender todos los alimentos. Nos venimos sin tregua, la fruta carnívora de sus olores creciendo como orquídeas en las paredes del cuarto. Pidió dos cervezas a la recepción para recuperar un poco el aliento y mientras nos las bebíamos nos carcajeamos como idiotas, probablemente de todo.
Transitamos lentamente a la saliva y me avoqué a complacerla, sin reverencia, ella dictándome pequeñas instrucciones con las yemas de los dedos. Le prendí fuego, o se prendió fuego a través de mí. Terminé debajo de ella, dando un número de titán que no me correspondía. Cuando se vino con un furor de endemoniada que me hizo pensar que lo que quería era alzarme a su útero y guardarme ahí, cerró los ojos, bajó la cara un segundo, respiró hondo, y se alzó radiante por el rocío de sí misma. Gritó: ¡Hincados, sentados, parados! Me vine con toda mi alma. Se derrumbó sobre la cama.