Cuando Freud analizó la naturaleza del vínculo social entre los seres hablantes –especialmente en su «Psicología de las masas y análisis del yo»— tomó prestada del filósofo Arthur Schopenhauer una fábula conocida como “El dilema del erizo”. […] «En un crudo día invernal, los puercoespines de una manada se apretaron unos contra otros para prestarse mutuo calor. Pero al hacerlo así se hirieron recíprocamente con sus púas y hubieron de separarse.
Obligados de nuevo a juntarse por el frío, volvieron a pincharse hasta que les fue dado hallar una buena distancia media en la que ambos males resultaban mitigados». El zoon politikón [para Aristóteles, los seres que hablan] es, pues, un erizo para sí mismo, no sólo para los demás. Y este rasgo hace más paradójicas todavía sus relaciones con el Otro –escrito ahora en mayúscula–, más sintomáticas finalmente.
Pero el síntoma, lejos de ser el problema, como piensa una política higienista, es un intento de solución, una creación también de las púas del goce y del lenguaje que incluye la clave singular de cada sujeto para hacer algo más que buscar infinitamente la buena distancia, imposible de conseguir. El síntoma puede ser entonces la mejor brújula para la sociedad de los erizos mutantes. De ahí que Lacan dijera hacia el final de su enseñanza que «el síntoma instituye el orden del que resulta nuestra política» y que es por esta razón que el psicoanálisis puede ponerse «a la cabeza de la política».
Desde este momento, el psicoanálisis mismo, como el zoon politikón al que trata, es político o no es.
De la Introducción de Miquel Bassols