El proscrito tiene el magnánimo contentamiento de no resultar inútil. Él mismo herido, él mismo sangrante, se olvida y cura lo mejor que puede la llaga humana. Se cree que tiene sueños; no, busca la realidad. Digamos más: la encuentra. Vagabundea por el desierto y sueña con ciudades, con tumultos, con hormigueos, con la miseria, con todos los que trabajan, con el pensamiento, con el arado, con la aguja, con los dedos rojos de la obrera sin fuego en la buhardilla, con el mal que brota allí donde no se ha sembrado el bien, con el desempleo del padre