I. El juego simbólico
El juego simbólico señala sin duda el apogeo del juego infantil. Corresponde a la función esencial que el juego desempeña en la vida del niño más todavía que las otras dos o tres formas de juego, de las que nos ocuparemos también. Obligado a adaptarse continuamente a un mundo social de mayores, cuyos intereses y reglas le son exteriores, y a un mundo físico que todavía comprende mal, el niño no logra como nosotros satisfacer las necesidades afectivas e incluso intelectuales de su yo en esas adaptaciones, que, para los adultos, son más o menos completas, pero que siguen siendo para él tanto más inacabadas cuanto más pequeño es. Por lo tanto es indispensable para su equilibrio afectivo e intelectual que pueda disponer de un sector de actividad en donde la motivación no sea la adaptación a lo real, sino, por el contrario, la asimilación de lo real al yo sin limitaciones ni sanciones. Eso es el juego, que transforma lo real mediante la asimilación más o menos pura a las necesidades del yo, mientras que la imitación (cuando constituye un fin en sí) es acomodación más o menos pura a los modelos exteriores, y la inteligencia es equilibrio entre la asimilación y la acomodación [PIAGET, 1945].