Desde la terraza (de la casa del profesor C., aquella noche de marzo), está mirando el lago distante. Yo lo miro a él. Soy testigo de un fenómeno fisiológico único: John Shade percibiendo y transformando el mundo, integrándolo y desintegrándolo, reordenando sus elementos en el proceso mismo de almacenarlos para producir en una fecha no especificada un milagro orgánico, una fusión de imagen y de música, un verso. Y sentí la misma exaltación que una vez, en mi infancia, observando del otro lado de la mesa de té, en el castillo de mi tío, a un prestidigitador que acababa de ofrecer una representación fantástica y ahora comía tranquilamente un helado de vainilla. Yo miraba fijo sus mejillas empolvadas, la flor mágica en el ojal donde había pasado por una sucesión de colores diferentes y ahora se había detenido en un clavel blanco, y especialmente sus maravillosos dedos de apariencia fluida que podían, si así lo decidía, disolver la cuchara en un rayo de luz haciéndola girar, o convertir su plato en paloma arrojándolo al aire.