No es que haya dejado de ser la eterna Palabra de Dios, con todo su Señorío y Santidad insondables. Pero se ha hecho verdaderamente hombre. Y ahora le importa, le interesa de manera especial este mundo y su destino. Ahora el mundo ya no es solo su obra, sino un trozo de sí mismo. Ahora no se limita a contemplar su discurrir, sino que está también dentro de él y siente lo mismo que nosotros, ahora le ha caído encima nuestro destino, nuestras alegrías, nuestros lamentos. Ya no necesitamos buscarlo en la infinitud del cielo, donde nuestro espíritu y nuestro corazón se pierden sin rumbo; ahora él está también en nuestra tierra, en la que no se concede ningún privilegio sino que comparte la misma suerte que todos nosotros: hambre, cansancio, enemistad, una muerte temida y patética. Por inverosímil que pueda parecer, la infinitud de Dios ha asumido la limitación humana; la santidad, la tristeza mortal de la tierra; la vida, la muerte.