la Generación X cuenta con abundantes razones para sentirse deprimida. Mal acogida, tolerada a lo sumo, decididamente relegada al puesto de destinataria de la acción socialmente recomendada o tolerada, tratada en el mejor de los casos cual objeto de benevolencia, caridad y piedad (cuestionadas como inmerecidas, para hurgar en la herida), mas no de ayuda fraternal, acusada de indolencia y sospechosa de intenciones inicuas y tendencias criminales, pocas razones tiene para tratar a la «sociedad» como un hogar por el cual mostrar lealtad y preocupación. Como sugiere Daniele Linhart, coautor de Perte d’emploi, perte de soi[7]: «Estos hombres y mujeres no sólo pierden su empleo, sus proyectos, sus puntos de referencia, la confianza de llevar el control de sus vidas; se encuentran asimismo despojados de su dignidad como trabajadores, de autoestima, de la sensación de ser útiles y de gozar de un puesto propio en la sociedad[8]». Así pues, ¿por qué habrían de respetar los empleados súbitamente descalificados las reglas del juego político democrático, si las del mundo laboral se ignoran de forma descarada?