Según una tribu africana, los humanos contamos con dos almas: una ligera y una pesada. Cuando soñamos es el alma ligera que sale de nuestro cuerpo y deambula por las periferias de la realidad; cuando nos desmayamos es porque el alma ligera se ha ausentado de súbito; cuando se marcha y jamás retorna es cuando enloquecemos.
El alma ligera viene y va. El alma pesada, no. Solo emigra de nuestro cuerpo en el momento en que morimos. Como el alma pesada no ha salido al mundo exterior, ignora cuál camino conduce hacia los territorios de la muerte, aquellos donde residirá para siempre. Por esa razón, tres años antes de la muerte, el alma ligera emprende un viaje para buscarlos. Como no sabe hacia dónde dirigirse, trepa a un baobab, el primer árbol de la creación, y desde ahí escudriña el horizonte para determinar el rumbo. Luego visita a mujeres en menstruación. Durante unos días las menstruantes experimentan los límites de la vida y la muerte. Entre sangre y dolor pierden al ser que pudo ser y ya no será. Durante su periodo menstrual, las mujeres se tornan sabias. Bordean las fronteras entre el existir y el no existir, y por eso pueden señalarle al alma ligera hacia dónde se halla el abismo de la muerte.
El alma ligera echa a andar. Recorre valles, cruza desiertos, escala montañas. Luego de varios meses, arriba a su destino y se detiene al filo del brumoso precipicio. Lo contempla, azorada. Frente a sus ojos se manifiesta el gran misterio. Regresa, le narra con detalle al alma pesada lo que ha visto y firme la guía hacia la muerte.