Stoner

En su año cuarenta y tres de vida, William Stoner aprendió lo que otros, mucho más jóvenes, habían aprendido antes que él: que la persona que uno ama al principio no es la persona que uno ama al final, y que el amor no es un fin sino un proceso a través del cual una persona intenta conocer a otra.

Cuando lo tuvo entre las manos pareció que sus dedos cobraban vida, temblaban tanto que apenas podía abrirlo. Pasó las primeras páginas y vio la dedicatoria: «Para W. S.».

Su padre se levantó de la silla. Miró sus dedos gruesos, callosos, los surcos en los que la tierra había penetrado tan profundamente que no se podían lavar. Entrelazó los dedos y los levantó de la mesa como si estuviera rezando.

En su tierna juventud, Stoner había pensado en el amor como en una manera de existir absoluta a la que podría acceder si era afortunado; en su madurez había decidido que era el cielo de una religión falsa hacia el que se debía mirar con sosegado descreimiento, benévolo y crónico desprecio y vergonzante nostalgia. Ahora, a su mediana edad, empezaba a entender que ni se trataba de un estado de gracia ni de una ilusión; lo veía como un acto humano de conversión, una condición inventada y modificada, minuto a minuto y día a día, por la voluntad y la inteligencia del corazón.

Los moribundos son egoístas, pensó, se guardan sus momentos para sí, como los niños

Los moribundos son egoístas, pensó, se guardan sus momentos para sí, como los niños

Pero leía poco, aunque la presencia de sus libros le reconfortaba.

que la persona que uno ama al principio no es la persona que uno ama al final, y que el amor no es un fin sino un proceso a través del cual una persona intenta conocer a otra.

Tenía cuarenta y dos años y ante él no veía nada de lo que deseara disfrutar y había poco de lo pasado que le importara recordar.

que a la larga todas las cosas, incluso el conocimiento que le permitía saber esto, eran fútiles y vacías y que al final empequeñecían hasta convertirse en una nada donde ya no cambiaban