Quien haya pasado el invierno en la aldea y conozca esas tardes interminables, tediosas, silenciosas, en las que hasta los perros, de puro aburrimiento, se niegan a ladrar y los relojes parecen languidecer, cansados del continuo tic-tac; quien haya experimentado en esas tardes el desasosiego al notar que se despierta su conciencia, y se haya movido intranquilo de acá para allá, deseando tan pronto acallar su conciencia como desentrañarla, podrá comprender la distracción y el placer que me proporcionaba la voz de mi mujer, resonando en aquel cuartito acogedor para decirme que yo era una mala persona.