Forzosamente hay un límite: la propia obra. Y, por consiguiente, hay otro límite: aquel en virtud del cual el relato debería llegar a ser enteramente una obra literaria. Los románticos de Jena lo entendieron perfectamente: «La teoría de la novela debería ser una novela». Tal vez no haya una propuesta más «resueltamente moderna» (de nuevo cito a Rimbaud…). En cierto modo, Proust, Joyce o Faulkner siguieron ese camino, cada uno a su manera. O, más cerca de nosotros, Roberto Bolaño. Pero algo estaba ya anunciado, sin duda, con Rabelais e incluso con Le Roman de la rose. Recuerde su comienzo: «Muchos dicen que los sueños / no son más que fábulas y mentiras; / pero es posible soñar un sueño / que no sea mentiroso / y que después se descubra verdadero…»
Sueño, imaginación, ficción, mito… De hecho, estamos ante la cuestión de la verdad del lenguaje y del lenguaje de la verdad… Evidentemente, ninguna cultura ignora la mentira. Pero la nuestra tal vez sea la única que se pregunta si el lenguaje mismo es intrínsecamente mentiroso (lo cual, en el fondo, no tiene sentido, salvo que supongamos la existencia de otro lenguaje, de un metalenguaje verídico, como el que han buscado algunos filósofos). La literatura es la determinación (o la apuesta) de confiar en ese sospechoso… de dejarle decir una verdad inverificable