De cada quinientos un alma

En el principio había oscuridad. Tal vez en el final también haya solamente eso

En eso consiste un matadero. Se mata. Para Edgar Wilson, además de matar, es importante encomendar el alma de cada rumiante que se sacrifica. Edgar cree que poseen una y que cuidará de cada una de ellas cuando muera. De cada quinientos un alma. Ese era su tributo al Señor, pues siempre fue un hombre de sangre, y los hombres de sangre están destinados a la guerra, sea por voluntad, sea por necesidad.

El alma de los hombres, de los bueyes, de los asnos y de las ovejas. Todo lo que era repartido debía ser sacrificado. Con la sangre derramada en combate, también se derrama sangre en reverencia a Dios, convirtiendo en sagrados el combate, los botines y la guerra

De cada quinientos un alma; tanto de los hombres como de los bueyes, de los asnos y de las ovejas. Todo era compartido con el Señor

–Porque somos hombres de sangre, don Milo –dice Tomás.

–Pensé que usted era un hombre de fe –interroga Milo.

–También lo soy. Pero mi fe no me impide ser quien soy –responde Tomás, que de inmediato se calla y mira fijo a Milo, un hombre visiblemente confundido y agitado. Tomás entiende que necesita concluir sus pensamientos y dice–: El carácter precede a la fe.

El fuego destruye y purifica. Sea la carne, sea el espíritu

Edgar Wilson se da vuelta al sentir el olor a querosene. Tal vez venga del cielo, tal vez de la tierra. La muerte está en todas partes, esparcida sobre el suelo, escondida en rajaduras. No hay quien pueda impedirla ni desviarse de ella.

Al concluir, el padre Antoine murmura para sí una oración y hace la señal de la cruz en la cabeza de Edgar Wilson, luego en las de Bronco y Tomás.

–Ustedes son hombres de sangre. Ya mataron. Conocen la maldad. Voy a rezar por ustedes.

Las guerras son de los hombres, pero Dios siempre estuvo al frente de los soldados

Devorar a los que devoran, piensa Edgar Wilson