Contaba con una ventaja que ella no tenía, porque podía imaginarla, calcular el ritmo cotidiano de su vida, situarla en un lugar concreto, entre personas con un rostro y un cuerpo conocidos, y sabía en qué taza desayunaba, en qué orden se desnudaba, qué le gustaba comer, cómo se lavaba la cabeza en la pila de la cocina. Cada día de los que pasó en el calabozo y de los que vinieron después, fueron tan iguales entre sí como distintos de los que había vivido antes, porque al despertarse recordaba los despertares de Anita, y antes de dormirse recordaba a Anita dormida, y en cada paso que daba, veía a Anita andar, pararse, moverse por la casa, y esa imagen dotaba a su propio tiempo de peso, de sentido