Amorós (2014) también plantea el abismo simbólico entre lo que hace buena a la madre y lo que hace bueno al padre. Si la buena madre es la que con tal de que viva el hijo acepta renegar de su propia maternidad o su insignificancia ontológica frente al recién nacido,3 frente a esto abundan los ejemplos de que buen padre es, realmente, el que es buen hombre, buen individuo. Y por tanto no se cuestiona que sea mal padre el que es capaz de matar a su propio hijo –esto es una redundancia porque todos los hijos de los varones son propios en la lógica patriarcal– en función de un fin más elevado. Así lo hemos aprendido en la Biblia: el pasaje en que Abraham, el patriarca, se dispone a matar a su hijo varón nos apena por él, porque sabemos que quiere a su hijo, pero no se nos induce en ningún momento a pensar o sentir que es “un mal padre”, mucho menos un asesino. Pero no solo en la religión, ni mucho menos. En la mitología española, por ejemplo, aprendemos de pequeñas el valor, la heroicidad, la épica de los padres de la patria. En libros de aprendizaje como Cien figuras españolas encontramos al menos dos padres que aceptan sacrificar la vida de sus hijos frente al chantaje de los enemigos.