La obesidad es un problema cada vez más común y, por esa razón, buena parte de la población mundial tiene que lidiar con ella en algún momento de su vida. Y generalmente, el camino para hacerlo es iniciando una dieta.
Hoy en día, y desde hace tiempo, no son precisamente modelos de dietas o programas de alimentación lo que faltan. Desde conjuntos de serios consejos basados en evidencias científicas, hasta delirantes planes que ponen en peligro la salud, la variedad de regímenes alimenticios está a la orden del día. La dieta de la sopa, la de South Beach, la de la luna, la líquida, la del limón, la del ajo, la Montignac, la del color, la de los cinco días, la hipocalórica, la de los astronautas, etcétera. Sin embargo, algunas de ellas son serias y fiables, mientras que otras no lo son.
La dieta disociada pertenece al primero de los grupos. Basada en una serie de sencillos principios que indican qué alimentos pueden combinarse en una misma ingesta o comida y cuáles no, la dieta disociada, más que un régimen de adelgazamiento en sentido estricto es, en realidad, una forma de alimentación en pro del bienestar y de la salud y, por lo tanto, en contra del exceso de peso. Mediante su implementación, que se basa en sencillos hábitos, se optimiza y simplifica el proceso digestivo y se ayuda al organismo a eliminar mejor y más rápidamente las toxinas que causan, entre otros inconvenientes y dolencias, la obesidad.
Se trata, además, de una dieta que permite ingerir multiplicidad de alimentos, siempre que se los combine convenientemente: frutas, verduras crudas y cocidas, quesos, hierbas aromáticas, mariscos, cereales, yogurt, aceite, manteca, quesos blandos, carne de ternera, pollo, pavo, pescados, harinas, leche, semillas, pastas, salsas y huevos, legumbres.