—Espera a que concibas, querida —sonrió Annabelle perezosamente—. Suplicarás masajes en los pies a cualquiera que pueda dártelos.
Lillian fue a replicar, pero se lo pensó mejor y se limitó a tomar un sorbo de su copa de vino.
—Oh, díselo, vamos —soltó Daisy sin apartar los ojos de la novela.
—¿Decirnos qué? —preguntaron al unísono Annabelle y Evie, que se habían vuelto hacia Lillian.
Lillian, incómoda, se encogió de hombros y dijo:
—A mediados del verano le daré finalmente un heredero a Westcliff.
—A menos que sea niña —precisó Daisy.
—¡Felicidades! —exclamó Evie, y fue a abrazar a Lillian—. ¡Es una noticia maravillosa!
—Westcliff está loco de contento, aunque trata de disimularlo —comentó Lillian mientras le devolvía el abrazo—. Seguramente se lo está contando a St. Vincent y a Hunt en este momento. Parece creer que el logro es totalmente suyo —añadió con sorna.
—Bueno, su contribución fue esencial, ¿no? —señaló Annabelle, divertida.
—Ya —respondió Lillian—. Pero el trabajo duro me toca a mí.
—Lo harás muy bien, querida —le sonrió Annabelle—. Perdóname si no doy brincos, pero te aseguro que estoy contentísima. Espero que tengas lo contrario de lo que yo tenga; así podremos concertar un buen matrimonio. —Y con tono quejumbroso y engatusador pidió—: Evie, vuelve. No puedes dejarme con sólo un pie masajeado.