Yo sé por qué canta el pájaro enjaulado

Conociendo a la Yaya, yo sabía que nunca la conocería

Yo debía reconocer que no había oído la conversación, pero ¿qué otra cosa podía ella haber dicho sino lo que yo conté?

«Annie, todo el mundo tiene sus normas. En este mundo hay que tener normas. Pues bien, la mía es la de que no atiendo a personas de color».

Era horrible ser negra y no poder controlar mi propia vida. Era cruel ser joven y estar ya adiestrada para permanecer sentada y escuchar en silencio las acusaciones contra mi color sin tener oportunidad de defenderme. Deberíamos estar todos muertos. Pensé que me habría gustado vernos a todos muertos

«La caridad no va por ahí diciendo: “Te doy comida y ropa y tengo derecho a que me lo agradezcas”».

«La caridad no dice: “Porque te di un empleo, has de inclinarte y arrodillarte ante mí”». La iglesia vibraba con cada frase. «No dice: “Porque te pago lo que se te debe, has de llamarme amo”. No pide que me humille y rebaje. Eso no es la caridad».

Pensé, como piensan los niños, que, siendo tan mayor, lo único que podía hacer era morirse.

Lo comprendí y también comprendí por qué no podía decírselo a la Yaya ni al tío Willie. Era nuestra madre y nos pertenecía. Nunca la mencionábamos delante de nadie, porque no teníamos suficiente de ella para compartirla.

¿Qué placeres podían caber entre los apretados pliegues del abanico de tareas interminables? El talento de los niños para resistir se debe a su ignorancia de otras posibilidades.

Era una de las pocas señoras de verdad que he conocido jamás y durante toda mi vida ha seguido siendo el modelo de lo que puede ser un ser humano.