Tita pensó en la cantidad de veces en que había puesto a germinar trigo, frijoles, alfalfa y algunas otras semillas o granos, sin tener idea de lo que estas sentían al crecer y cambiar de forma tan radicalmente. Ahora les admiraba la disposición con que abrían su piel y dejaban que el agua las penetrara libremente, hasta hacerlas reventar, para dar paso a la vida. Con qué orgullo dejaban salir de su interior la primera punta de la raíz, con qué humildad perdían su forma anterior, con qué donaire mostraban al mundo sus hojas. A Tita le encantaría ser una simple semilla, no tener que dar cuentas a nadie de lo que se estaba gestando en su interior, y poder mostrarle al mundo su vientre germinado sin exponerse al rechazo de la sociedad.