La imagen de ese hombre (el que habita detrás del artista) me persiguió tanto que terminé escribiendo un poema que se llama, precisamente, “Autorretrato ante el caballete”, del que leo un fragmento: “Esto es lo que queda / de un hombre que se muere: / un pincel y la mano agrietada / que sostiene el pardo, el rojo, / el amarillo… la mano que va, / que se desvela, desde el charco / de luz hacia la tela”.1
Hace poco pude ver finalmente, en el Louvre, el original de aquel autorretrato, uno de los últimos del holandés, un óleo sobre lienzo que en su tamaño real mide 111 × 90 centímetros. Ahí estaba, cincuenta años más tarde de aquel descubrimiento de infancia, el hijo del molinero despojado ya de toda ambición, quien perdió todo por aferrarse a las cosas del mundo. Este Rembrandt que —en esa tarea de sucesivos despojos de lo superfluo que es envejecer— a medida que perdía cosas y personas, como dice Genet, se fue volviendo bueno y levanta la cabeza para decirnos: “A esto llegaremos, también vos que estás ahí mirándome a lo largo de los siglos”.