Durante el siglo XIX, la cultura adquirió en Occidente una confianza casi ilimitada en su historia. La idea de que el progreso es un atributo esencial del curso irreversible del tiempo y el convencimiento de que la sociedad humana era el destinatario último de los frutos del progreso forman parte del espíritu de la época. El positivismo, una de las corrientes intelectuales más extendidas hacia mediados de siglo, interpretó los signos del progreso como resultado de una ley natural de la historia general del conocimiento por la que éste superaría los atavismos de periodos necesariamente menos afortunados sólo por ser anteriores. Muchos debates característicos de la filosofía y de la cultura contemporáneas se gestan dentro del amplio espectro positivista del XIX. Uno de estos debates fue ocasionado por la más profunda innovación en el conocimiento de la naturaleza orgánica, incluida la del ser humano, habida desde la biología aristotélica. Su formulación ha quedado unida al nombre de Charles Darwin. El darwinismo fue, además de una revolución científica, una revolución cultural; de tal violencia conceptual que su onda expansiva, que al instante alcanzó zonas tradicionalmente alejadas del ámbito de influencia de una ciencia tan humilde como la biología, aún hoy no da señal de debilitarse. Positivismo y darwinismo son en suma cómplices en la lucha contra ancestrales certidumbres sobre qué es el mundo y cómo debe ser conocido. Agentes destacados del vital enrarecimiento del clima intelectual propio de una época innovadora, no defraudarán a quienes prefieran el desasosiego ocasionado por las nuevas ideas a la estabilidad que dispensa la permanencia en las viejas. Por esto son también parte determinante del estado actual de la cultura.