Era el eco, mejor dicho el espejo que invertía cada una de mis emociones. Cuando yo estaba triste, de ese lado el canto me parecía más alegre. En cambio, cuando este se escuchaba inconsolable mi ánimo subía, aligerado de pronto por la tragedia ajena. Como las ballenas, en cierto modo habitábamos dos polos opuestos y desde ahí era posible comunicarnos. Solo que, en vez de advertirnos las catástrofes, éramos presas de una misma tormenta, unidas por una ley extraña que me hacía hundirme cuando ella salía a flote y respirar cuando ella zozobraba.