El misterio Kinzel

Yo sé lo que se siente morir. No es un decir. No estoy hablando de ahora. De esta vida. No es malo. No da miedo. Impaciencia quizás. Ganas de que pase pronto. Como cruzar un puente que está a punto de desaparecer. En el trance nunca estoy sola. Hay gente aullando y llorando. Como el perro. Por eso lo odiaba al principio, porque aúlla. Me molestan los llantos. La falta de

“Somos los restos de un mundo que ya no existe. Alguien tiene que preservar nuestra memoria”

dignidad. La sumisión. Siempre es mejor esperar en silencio y caer al agua. Ahora estoy flotando. Ni siquiera estoy nadando. No puedo. Todavía no. Solo evito hundirme y con eso me basta.

Fausto le vende su alma al diablo a cambio de juventud y riquezas. Enamora a una pobre chiquilla, Margarita. Ella se entrega y queda embarazada. En el camino, mata a su mamá, Fausto asesina a su hermano y la guagua termina muerta. Al final Margarita muere en la cárcel.

Sería algo así como: “Me pesa el corazón, se acabó mi paz, nunca más tendré calma. Nunca, nunca. Jamás”.

Intento traducir un texto. Un fragmento del Fausto, de Goethe.
–¿El que le vendió su alma al diablo?

El Alemán había matado una sola vez y todavía había algo en su mirada que lo delataba. Una especie de desilusión que a primera vista se confundía con intensidad.

Todos tienen a alguien, había dicho Yanko. Hasta que lo pierden, claro. O lo olvidan.

Ocurrió una desgracia.

Me pesa el corazón, se acabó mi paz, nunca más tendré calma. Nunca, nunca. Jamás”.