En cada uno de los hornos pequeños había una cabeza cortada.
¡Jesús!
Unos rostros espantosos, espectrales, contemplaban la estancia con la nariz apretada contra la parte interior del cristal.
Aida Liebermann. Los dos ojos abiertos. La boca también abierta, como si tuviera las mandíbulas desencajadas.
Jakob Liebermann. Las canas salpicadas de sangre. Un ojo medio cerrado y una mirada de horror en el otro. Los labios, apretados en una mueca de dolor.
Buena escena, al menos en mi torcida imaginación