Cuando leo, una voz en mí me intima a leer ("¡lee!"), mientras que otra pone manos a la obra y se presta a la voz del texto, como lo hacían los antiguos esclavos lectores que encontramos sobre todo en Platón. Leer es habitar esa escena que, aun cuando se interiorice en una lectura aparentemente silenciosa, sigue siendo plural: es el lugar de relaciones de poder, de dominación, de obediencia; en síntesis, de toda una micropolítica de la distribución de las voces.
La escucha atenta de la polifonía vocal inherente a la lectura conduce a sus zonas sombrías: allí donde, por ejemplo en Sade o en jurisprudencias recientes, puede convertirse en un ejercicio violento, punitivo. Pero al prestar así atención a las relaciones conflictivas de las voces que leen en nosotros, nos vemos en la necesidad de revisitar la idea, tan degradada desde la Ilustración, de que leer libera. Las zonas sombrías de la lectura son zonas grises: el lugar donde lectoras y lectores, al vivir la experiencia de los poderes que se enfrentan en su fuero interno, se inventan, se convierten en otros. Hoy más que nunca, en la era del hipertexto, leer es tener la vivencia de las potencias y las velocidades que nos atraviesan y traman nuestro devenir.
Esta arqueología del leer dialoga con numerosas teorías de la lectura, de Hobbes a De Certeau pasando por Benjamin, Heidegger, Lacan o Blanchot. Pero también se dedica a auscultar, en la mayor cercanía posible, fascinantes escenas de lectura orquestadas por Valéry, Calvino o Krasznahorkai.