La terraza

—Si pudiera agarrar ese pájaro, lo comería vivo. No quiero volver a vestirme de negro. No quiero volver a verlos como antes. Quiero que sean hermosos…

—Mirá, chiquilina insolente, ya aprenderás que hay relaciones más sólidas y beneficiosas que las legales… que ayudan a soportarlas.

Creo que voy a cambiar de costumbres. A mi edad los hombres comienzan a aburrirme tanto como las mujeres.

—Los pájaros y los animales de los zoológicos viven años en sus jaulas y no son tan desgraciados como la gente cree.

“No verás la taza de té frente a tus ojos si no la buscas”: volví a recordar el proverbio.

Las fotos envejecen más, mucho más que las personas. No he conocido a nadie que se parezca a su propia fotografía después de veinte años. En las de conjunto se borran los rasgos hasta igualarse al conjunto. Como si la inmóvil compañía los condenara al parecido.

Nunca había sentido pena por mí misma. No me gusta reconocerme… y menos en el dolor. Comprendí de pronto que mi soledad venía de mí misma: no me gustaban mis compañeras. Sus relatos de novios y melindres me hacían reír. Y me mofaba de ellas.

Si solamente pudiera descansar, si mi angustia me diera tregua para pensar un solo instante, entonces tal vez me afiliaría a algún partido político. Ahora sigo caminando. No me han dado tiempo para pensar. Tengo veinte años.

Siento en mí una pesadez tan grande, en mis manos, en la sangre y en mis ojos, que no es de hoy. Son varias generaciones. Cientos de desalojos. Millones de muertes y de niños desvelados de hambre.

Según Guido, no es obligatorio ni necesario tener un sexo definido para escribir. La indefinición sexual le permite al escritor meterse en la piel de hombres y de mujeres por igual.