El hombrecillo rechoncho, con la cabeza demasiado ancha, contempló a María con mirada lúgubre, como con la intención de incordiar.
Examinó todo lo demás con la misma mirada, la cabeza erguida entre los hombros.
Llamó:
—¡Pedro!
El mozo se acercó:
—Esta joven —dijo el enano— me la pone tiesa. ¿Quieres sentarte aquí?
El mozo se sentó, y el conde añadió alegremente:
—Sé bueno, Pedro, hazme una paja. No me atrevo a pedirle a está jovencita...
Sonrió.
—No está, como tú, acostumbrada a los monstruos.
En aquel mismo instante, María se subió al banco.
María mea encima del conde
—Tengo miedo —dijo María—. Pareces un mojón.
El conde no contestó. Pedro le agarró la polla.
En efecto, seguía impasible, como un mojón.
—Vete —le dijo María—, de lo contrario te meo encima...
Subió a la mesa y se acuclilló.
—Me haría usted feliz —contestó el monstruo.
Su cuello no tenía flexibilidad alguna: cuando hablaba, sólo se le movía el mentón.
María meo.
Pedro se la meneaba vigorosamente al conde, cuyo rostro recibió el primer chorro de orina.
El conde rugió, y la orina lo inundó. Pedro se la meneaba como si jodiera, y la polla escupió la leche en el chaleco. El enano bramaba con pequeños estertores que lo sacudían de la cabeza a los pies.