En ese momento entró una gorrina en el corral a través de la cancela del fondo, con la piel embadurnada de estiércol desde el rabo a la cabeza. Tenía el hocico a ras de suelo y los ojuelos vivaces miraban adelante con feroz intensidad. Tenía las cerdas levantadas en el cogote, y la cola enroscada y hecha una bola en la grupa, terminada en ese cono. Con cada movimiento orgulloso que hacía con las caderas al andar, se mecía de un lado a otro de la barriga la bolsa vacía de su ubre y los largos pezones mustios bailaban como marionetas accionadas por una gran cantidad de hilos.