La ciudad es necia, no pide disculpas.
No se las pide a la mujer, pronta a convertirse en otro cadáver citadino, mientras cae desde el piso once de una torre en Polanco, enfrascada en lo que, sin lugar a dudas, son demasiados pensamientos para una caída tan libre.
Ni tampoco se las pide a la niña de nueve años que, sin decirle a nadie, decide dejar de vivir. No quiero morirme, piensa la niña, solo dejar de vivir. Así se escapa, sin que nadie la note, tragada por la ciudad que no se preocupa.
Ni a la anciana que intenta protegerse de las avenidas que la oprimen con cobijas y mascadas, confundida entre amores imposibles y conciencia masacrada. Ni del bloguero / artista conceptual que navega por la vida a través de una pantalla, ni del dueño de un museo, ni del reconocido artista que hace obras que solo él comprende. Menos, de la abuelita que descubre los placeres de ver cuerpos desnudos en su tableta.
Tampoco, por supuesto, perdona a Calvo.
En ese amor-odio con la ciudad, Calvo se desnuda ante ella sin convencerla. Ni borracha contigo, le insiste la ciudad, necia a pesar de su entusiasmo y evidente necesidad. Si él no la entiende, ella apenas lo tolera.
Escudado detrás del güisqui, de sus memorias, de su inocencia, Calvo circula por las calles en el Caprice '77, en el Metrobus y a pata, tratando de esconder sus hallazgos para desenredar el caso de la mujer voladora, arrastrando como siempre, la sombra de Rocío, su ex mujer de quien vive enamorado.