Las niñas me echaban miradas cariñosas. El monstruoso elitismo del Liceo influía sobre ellas y me declaraban sin tapujos: «Eres la mejor. ¿Quieres ser mi amiga?» Era para desanimarse. Semejantes modales hubieran resultado inconcebibles en Pekín, donde los únicos méritos estaban relacionados con la guerra. Pero no podía negarme: los corazones de las niñas no se rechazan.