La palabra honor está en desuso; hay quien cree que el honor desapareció y que estamos mucho mejor sin él, si bien no hay que olvidar que el honor competitivo, como reconocimiento a méritos académicos o artísticos, sobrevive con independencia de la moral. Lo que es indiscutible es que la vergüenza, su compañera inseparable, sigue existiendo. Cualquiera que sea su interpretación, nuestras sociedades crean códigos que se sostienen sobre patrones de conducta y expresión de sentimientos. En esos patrones, el honor funciona como eje en torno al cual giran las tendencias fundamentales del comportamiento. Aunque en diferentes épocas no se haya usado la palabra, siempre ha existido y subsiste hasta hoy, al menos en varios niveles de la intangible jerarquía social, del orgullo o de la responsabilidad de compartir un código de conducta, lo cual nos permite pensar que somos mejores o peores en función de un paradigma que, en definitiva, equivale al honor. Para nuestros antepasados de hace trescientos o cuatrocientos años, era meritorio morir por defender el honor y no faltaba quien considerara la deshonra peor que la muerte, pero nadie habría podido exhibir el texto de una ley suprema que lo exaltara ni la tasa de lo que se pagaría por su pérdida. Lo que entendía cualquiera y lo que preservaron abundantes documentos fue el temor a la deshonra o la vergüenza que la acompañaba.