Friedrich Nietzsche sentó a Pablo de Tarso en el banquillo de los acusados. Veía en él a un impostor movido por un deseo ilimitado de poder y el afán de tiranizar a las masas. Esta imagen ha sido rechazada por filósofos contemporáneos de la talla de Alain Badiou, Giorgio Agamben, Simon Critchley, Jacques Derrida, Julia Kristeva o Slavoj iek. Todos ellos consideran a Pablo un pensador que busca la verdad y posee un valor filosófico propio, independientemente de la creencia en Dios. Así, de forma implícita, confirman la interpretación de Pablo legada por Spinoza al comienzo de la época moderna, la del apóstol-filósofo por antonomasia, ratificando también la intuición spinoziana de que la Carta a los Romanos está basada en algo racional que trasciende la revelación divina.Transitando el camino iniciado por Spinoza, hay una manera de leer a Pablo en el período contemporáneo que aborda al apóstol como un pensador de profundas intuiciones filosóficas. Como señala Jacob Taubes, ni siquiera Nietzsche consigue siempre ocultar su admiración por el pensamiento paulino. Las lecturas filosóficas contemporáneas de Pablo inciden en los elementos universales, mesiánicos y revolucionarios de su pensamiento y enfatizan la descripción trágica de la vida humana plasmada en sus Cartas. La visión paulina acerca del pecado original y sus consecuencias catastróficas son mucho más creíbles para estos filósofos que su doctrina de la salvación. Esto no significa, sin embargo, que rechacen de manera sistemática las palabras «Dios» o «religión». Más bien, el ateísmo de los filósofos lleva a articular, ya sea desde la reflexión política, pasando por el psicoanálisis o en la inquietud por la justicia, el encuentro cara a cara con el Otro.