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Julián Herbert

Canción De Tumba

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    —Te amo. Soy el hijo de mi madre.
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    Estaba simplemente deshecha: un año de virus y veneno es demasiado para un organismo cuyo único imperio ha sido asimilar toda clase de golpes.
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    La ingresaron a terapia intensiva. Tenía las plaquetas por el piso y el líquido pulmonar que nunca aspiraron amenazaba con colapsar sus vías respiratorias. No fue culpa de nadie. Estaba simplemente deshecha: un año de virus y veneno es demasiado para un organismo cuyo único imperio ha sido asimilar toda clase de golpes
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    La verdad es que repetía lo mismo ochenta veces. Toda la vida aborrecí que fuera tan parlanchína. Sin embargo, lo que hizo que me derrumbara sobre el piso cuando el doctor vino a avisarme que finalmente había muerto fue la simple revelación de que nunca más escucharía su voz.
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    Lo delicioso de los primeros días de luto era el preciso instante de despertar: cuando aún no cobraba conciencia de que mi madre estaba muerta y a la vez podía disfrutar la desaparición de la angustia permanente que durante un año me causó su padecimiento. Luego, casi enseguida, emergía la malsana lucidez: no hay nada más siniestro que la luz.

    Entonces nació Leonardo. Todo abismo tiene sus canciones de cuna.
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    El hombre, por su parte, lucía avergonzado y furioso. Recordé algo que me dijeron una vez: «Las personas tenemos palabra de honor; los fierros, no». Finalmente, Saíd y yo nos apiadamos del compungido chofer y lo ayudamos a cargar el envoltorio
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    El hombre, por su parte, lucía avergonzado y furioso. Recordé algo que me dijeron una vez: «Las personas tenemos palabra de honor; los fierros, no». Finalmente, Saíd y yo nos apiadamos del compungido chofer y lo ayudamos a cargar el envoltorio.
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    La muerte de Guadalupe Chávez y de Marisela Acosta fue una versión en fast forward de sus vidas.
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    Mónica tiene dos hermanos: Diego y Paulina. Diego es arquitecto y Pau abogada. Diego está casado con Orli, quien se dedica a hacer estudios de mercado para una agencia de publicidad. Pau está casada con César, un financista que en su tiempo libre juega fut y cata vinos. Diego y Orli tienen dos hijos: Gal y Yan. Pau y César, una niña: Regina. A Joaquín, mi suegro, lo he visto unas cuatro o cinco veces solamente. En cambio con Lourdes, mi suegra, he podido entablar una amistad visceral: un amor más allá de la etiqueta. Todos ellos viven en la ciudad de México. De vez en cuando vamos a visitarlos, nos orquestamos para ir juntos a la playa, o ellos vienen a pasar las navidades a Saltillo.

    Es raro, eso: cortar el pavo, golpear piñatas, contar velitas en compañía de entrañables desconocidos… Es raro. No solo para mí sino para cualquiera. No hay forma de ser humano, suficientemente humano, sin sentir a la vez un impulso semejante al de los pepinos de mar: ganas de escapar arrojándole tus tripas al vecino. Si logramos que no ocurra esto cuando estamos en familia es por un instinto más radical que el miedo: el amor. El miedo actúa como un mamífero. El amor, en cambio, como un virus: se injerta; se reproduce sin razón; se adueña de su huésped egoístamente sin consideraciones de especie, taxonomía o salud; es simbiótico. El amor es un virus poderoso.
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    Lloverán cabezas sobre México.
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