Mónica tiene dos hermanos: Diego y Paulina. Diego es arquitecto y Pau abogada. Diego está casado con Orli, quien se dedica a hacer estudios de mercado para una agencia de publicidad. Pau está casada con César, un financista que en su tiempo libre juega fut y cata vinos. Diego y Orli tienen dos hijos: Gal y Yan. Pau y César, una niña: Regina. A Joaquín, mi suegro, lo he visto unas cuatro o cinco veces solamente. En cambio con Lourdes, mi suegra, he podido entablar una amistad visceral: un amor más allá de la etiqueta. Todos ellos viven en la ciudad de México. De vez en cuando vamos a visitarlos, nos orquestamos para ir juntos a la playa, o ellos vienen a pasar las navidades a Saltillo.
Es raro, eso: cortar el pavo, golpear piñatas, contar velitas en compañía de entrañables desconocidos… Es raro. No solo para mí sino para cualquiera. No hay forma de ser humano, suficientemente humano, sin sentir a la vez un impulso semejante al de los pepinos de mar: ganas de escapar arrojándole tus tripas al vecino. Si logramos que no ocurra esto cuando estamos en familia es por un instinto más radical que el miedo: el amor. El miedo actúa como un mamífero. El amor, en cambio, como un virus: se injerta; se reproduce sin razón; se adueña de su huésped egoístamente sin consideraciones de especie, taxonomía o salud; es simbiótico. El amor es un virus poderoso.