A medio camino entre la narración, la poesía y el ensayo, La danza de la muerte no pretende sino retomar esa idea de la “Danza macabra” para, desde ella, reflexionar acerca de esos modos y maneras de llevar a la escena el último baile. Miguel Ángel Ortiz Albero escribe cerca de una literatura mixta o mestiza, de una literatura en la que los límites se confunden y la realidad puede “bailar” en la frontera con lo ficticio. A partir de conceptos como la condenación, el umbral, el deambular, el vuelo, el abandono del cuerpo, la máscara, el temblor o la sombra, su ensayo trata de convertirse a sí mismo en una Danza de la Muerte contemporánea que refleje las distintas danzas que en el teatro, la poesía, el arte o, por supuesto, en la danza misma han sido en el mundo moderno, así como las distintas formas en que otros ya han narrado tal proceso. Coreografiar la Muerte no es nada nuevo. La sombra de las danzas es alargada. El intento es, tal vez, legítimo y necesario.
Espejo del mundo en que nacieron, las Danzas Macabras o Danzas de la Muerte han alcanzado ya todos los lugares, todas las épocas, todos los universos posibles. Desde la Edad Media se han repetido sus cantos, pasos y gestos en la plástica, en la danza, en la poesía y en el teatro. El espejo es, más que nunca, universal.
Esa macabra ceremonia de las sensaciones, que desde sus orígenes han sido estas “danzas de la muerte”, ha impregnado también numerosas manifestaciones artísticas y literarias contemporáneas, desde Baudelaire a Pina Bausch, desde Bertolt Brecht a Jan Fabre, o desde Thomas Mann a Tadeusz Kantor. Han sido, son y serán muchas y variadas las modernas formas de poner en escena la Muerte, de dejarse arrastrar de su mano, de bailar con ella para conjurarla o para celebrarla: bailar por no morir, danzar hasta la Muerte.