La capital azteca fue una de las ciudades más grandes y complejas del mundo: construida en una isla en medio de un lago poco profundo, con una sólida infraestructura para lidiar con los recursos hídricos, su población llegó a rondar los 150 mil habitantes. Y sin embargo, en 1521, en la cúspide de su poder, la urbe imperial se rindió ante Hernán Cortés y sus exiguas tropas. Se diría que entonces murió Tenochtitlan y nació la ciudad de México. Basándose en un original análisis de crónicas, mapas, esculturas y restos arquitectónicos, Barbara E. Mundy muestra en esta obra que la joya urbana de los mexicas siguió brillando en la ciudad edificada por los conquistadores españoles —y que algo de ella aún late en la megalópolis de nuestros días—. La autora no sólo pone de relieve el papel que los pueblos indígenas jugaron en la configuración de la capital novohispana, sino que demuestra que las élites aztecas, que conservaron un gran y sutil poder incluso después de la conquista, contribuyeron a la construcción —arquitectónica, simbólica, social— de la nueva ciudad.