Mirad el placer con que dos niños descubren que tienen el mismo nombre. Serán amigos a partir de ese momento; tienen un nexo de unión más fuerte que el intercambio de nueces o golosinas. Este sentimiento, lo admito, se disipa después en la vida. Nuestros nombres pierden su frescura e interés, se vuelven triviales e indiferentes. Pero esto, querido lector, sólo es uno de los tristes efectos de esas “sombras de la prisión” que se interponen gradualmente entre nosotros y la naturaleza al ir cumpliendo años, y que atacan igualmente a la filosofía de los nombres.