Pero no fue hasta la semana después, cuando pasó lo del teléfono, que pensé realmente en eso: que el olor de mi padre sería lo primero en olvidarse, lo más frágil, y fue como si de pronto mi padre muriera de nuevo, pero ya no solo, en su casa, tratando de abrirle la puerta a los paramédicos, sino ante mí, en mis propios brazos, literalmente en mis narices.