Creer en fantasmas siempre ha sido vulgar; tan vulgar como la enfermedad, algo a lo que siempre se ha parecido de manera superficial. Lo que uno piensa sobre los fantasmas y cómo los percibe —sin duda, cómo procesa dicha percepción— hubo un tiempo en que dependía de la procedencia, de la propia profesión y de la profesión de los padres. Hasta cierto punto, sigue siendo así. Desde la década de 1940, los estudios han mostrado que creer en la existencia de los fantasmas se ha vuelto socialmente más aceptable, pero durante la mayor parte de los últimos siglos, solo las clases más altas y las más bajas tendían a creer en ellos.