No, ya no bastaba con contar la trágica historia de la Caravana de la Muerte desde los ojos húmedos de las familias de las víctimas, ni bastaban los documentos escritos. Debía lograr el testimonio de los militares que habían sido testigos de la historia. Con cada oficial tuve un prólogo similar antes de iniciar la entrevista. Explicité con claridad los riesgos que asumían al romper el “pacto de silencio” que impera en la mal entendida lealtad castrense. Cada uno asumió esos riesgos a conciencia. Yo no quería arrastrar culpas que no me correspondían, en caso de que fueran castigados.
Sé que hice un buen trabajo. Y lo comprobé el año 91, cuando el general Arellano Stark se querelló en mi contra por injurias. Hasta la Corte Suprema, por unanimidad, no encontró razón alguna para someterme a proceso. Y lo volví a comprobar en 1998, cuando el ministro en visita Juan Guzmán Tapia me citó al tribunal y lo encontré con Los zarpazos del Puma en la mano, con párrafos marcados en cada página. “La felicito, hizo una muy buena investigación”, me dijo. Un año después dictaba las encargatorias de reo contra el general Arellano Stark y otros cuatro oficiales que tripulaban el helicóptero Puma. Este libro fue, por así decirlo, la “base ordenada de datos” que ayudó al juez Guzmán en la investigación que finalmente derribó al propio general Augusto Pinochet.