Una novela se sostiene sobre sus propias fuerzas, en su propia complejidad, y dice exactamente lo que dice: no admite glosas, ni resúmenes como aquellos que hacían los del Reader’s Digest. Un libro es lo que es: un conjunto de palabras. Y lo que esas palabras ordenadas de determinada manera cuentan es, a la vez, su fondo y su forma. El lenguaje –cargado de una densidad que es a la vez tiempo y sentido– es su andamiaje constructivo, pero también su ritmo, su respiración, su tono; y es en los pliegues del lenguaje, en sus avatares –a la vez fondo y forma–, donde se refugia el sentido del libro.