aparecieron fanales de un coche.
Casi a rastras se movió entonces Axkaná hasta en medio del camino. Allí se arrodilló, se puso en pie y volvió a caer de rodillas, iluminado por los rayos de los fanales, que le desencajaban más el rostro y le prolongaban trágicamente, hacia arriba, la mano que él levantaba. Su actitud, más que desfallecimiento y súplica, acusaba desesperación: que aquel auto lo socorriese o que lo aplastara, igual le habría dado.
A cinco o seis metros los fanales pararon. Una portezuela se abrió y se volvió a cerrar; se recortó en la región de luz la silueta del chofer; luego, detrás de ella, la de otro bulto. Axkaná, tendido en tierra, vio iluminarse e inclinarse sobre su cara dos rostros que lo observaban. Oyó que desde el coche otra persona preguntaba algo en inglés