No miraré su rostro es, como lo afirma el autor en su dedicatoria, un “ejercicio de la memoria”. Así lo asegura también, al fin y al cabo quien habla no es quien escribe, el narrador en las primeras páginas: es una fiesta de la memoria en donde se confunde «el antes con el después”, porque el volumen que el lector tiene entre sus manos es una «subversión de lo vivido”. Esta novela se adentra –de la mano del narrador, ante el féretro de su padre— en un dilatado retroceso temporal que se remonta hasta los años cuarenta y cincuenta del siglo XX. Y como tal, los recuerdos se acumulan y se sobreponen, se solapan, se fragmentan, hasta conformar un llamativo tejido de personajes y episodios. Con un maravilloso sentido del equilibrio, el texto va de un episodio a otro hasta alcanzar el centro de unas vivencias que constituyen piedras de toque de la trayectoria personal, familiar y social de una comunidad. Como la urraca que acumula objetos brillantes en su nido, el narrador de esta novela acumula recuerdos.