Ya he dicho que lo que no sé de mis padres no debería tomarse como una cualidad de sus vidas. Y, sin embargo, para mí –a diferencia de mi madre o de mi padre– su ausencia continua, mucho más que su presencia intermitente, llegó a ser una gran parte (y quizá lo fue durante toda mi niñez) de la persona que era. La memoria lo ha empujado más y más lejos, hasta que lo «veo» –en aquellos días primeros– como un hombre grande y sonriente que está en el otro lado de una barrera hecha de aire, y que me mira, y posiblemente me busca, y me reconoce como su hijo, pero que nunca se acerca lo bastante para que yo pueda tocarle.