Me rindo. Dejo de hablar, de responder, de comer y beber. Pueden meterme lo que quieran por el brazo, pero hace falta más que eso para mantener con vida a una persona que ha perdido las ganas de vivir. Incluso se me ocurre la extraña idea de que, si muero, quizá Peeta pueda vivir. No en libertad, sino como avox o algo, de criado de los futuros tributos del Distrito 12. Después puede que encuentre la forma de escapar. De hecho, mi muerte todavía podría salvarlo.
Si no es así, da igual, me basta con morir por despecho, por castigar a Haymitch; precisamente él entre todas las personas de este mundo podrido ha sido el que nos ha convertido a Peeta y a mí en piezas de los Juegos. Confiaba en él. Puse en sus manos todo lo que me importaba, y él me ha traicionado.
«¿Ves? Por eso nadie te deja organizar los planes», me dijo.
Es cierto, nadie en su sano juicio me dejaría organizar los planes, porque está claro que no sé distinguir a los amigos de los enemigos.