Las montañas al oeste, directamente enfrente de nosotros, se vieron de pronto como si sus perfiles hubieran sido cortados en papel negro, perdiéndose sus dimensiones. Sobre ellas, hubo un centelleo tímido y luego una chispa valiente de luz: Flor del Atardecer, la estrella vespertina, llegó una vez más, asegurándonos que ésta era solamente una de tantas noches, no la última y eterna.