Se volvió, encañonándome, yo estaba casi a su altura. Bajó la escopeta, me sonrió y, señalándome a Bess con la cabeza, me dijo: «Déjame hacerlo, es por tu bien». Al verlo sonreírme, me he vuelto loco. Lo golpeé de plano con la pala, el hueso de la mandíbula crujió con tanta claridad como si hubiera roto una rama seca. Soltó el arma, al caer de rodillas, y se disparó sola. Me agarró un faldón de la chaqueta y me miró con su cara de pobre hombre contri