Quieres callarte un momento, Arthur? –dije–. Escúchame y no creas que tengo un ataque de celos. Estoy muy tranquila. Mira mi mano. –Y la extendí solemnemente hacia él, pero la cerré sobre la suya con una energía que parecía contradecir mi afirmación, lo que le hizo sonreír–. No hay razón para reírse, señor –dije, sin dejar de apretar el puño, mirándole fijamente hasta casi intimidarlo–. Puede usted encontrar muy divertido, señor Huntingdon, entretenerse suscitando mis celos; pero tenga cuidado, no vaya a ser que lo que suscite sea mi odio. Y cuando haya logrado que mi amor se extinga, le resultará muy difícil hacerlo arder de nuevo.