Un adolescente que tiene la oportunidad de seleccionar con quien vivir en la eternidad, opta por rodearse de desconocidos para así tener más historias que escuchar. Un revolucionario ruso pasa su infancia en un pueblo perdido de las estepas ucranianas donde los trabajadores contraen una enfermedad que provoca ceguera nocturna. Una poeta deslumbrante se pone un abrigo de piel sobre los hombros y, con un vodka en la mano, se dirige al garaje de su casa, prende el motor del auto y espera que el monóxido de carbono invada su torrente sanguíneo.
Consciente de que las ideas se pueden narrar igual que los acontecimientos, que tras ellas hay personas, sueños y tragedias, Manuel Vicuña entrega su libro de ensayos más personal, un trabajo que responde a un solo dictamen: hay que mantenerse fiel a un puñado de obsesiones. Por ello, aunque el protagonista sea un escritor paranoico que colecciona armas o una mujer libertina corroída por los celos, en cada uno de estos textos podemos rastrear la voluntad de Vicuña por indagar en los discursos del saber, los estados alterados de conciencia y las existencias malogradas. Son estos los vasos comunicantes que hermanan de manera sorprendente a William Burroughs con Catherine Millet, a Séneca con Gonzalo Millán, a Zhuang Zi con Trotsky, a Lampedusa con José Donoso.
Una historia posible confirma el talento narrativo de un historiador que, siguiendo el consejo de Ortega y Gasset, se resiste a «la barbarie de la especialización» y prefiere moverse por los pasillos de la biblioteca sin programa, dispuesto a hurgar entre los escombros y juntar elementos sin conexión aparente, confiado en que “el azar es un factor creativo”.