La luz y la sombra se suceden en la corta vida de Álvaro Obregón, nacido en la hacienda de Siquisiva en 1880 y ultimado a traición en la Ciudad de México en 1928. Su trayectoria ejemplifica el ascenso a los primeros planos de los sectores populares de la periferia del país y la llegada del ejército y la política. De ser un modesto empresario agrícola en su natal Sonora, llegó a la más alta responsabilidad pública cuando ejerció la presidencia entre 1920 y 1924, cargo desde el que impulsó las instituciones que dieron forma al nuevo Estado nacional y al que, ignorando el postulado central de la revuelta popular, quiso regresar poco después. Militar frío y calculador, cruel en la victoria, planeaba con detalle cada enfrentamiento, estudiando el terreno, los puntos fuertes y débiles de sus tropas y de su adversario, todo lo cual no lo hizo inmune a la metralla, que en 1915 le cercenó el brazo derecho.
Felipe Ávila, investigador puntilloso que ha dedicado una enorme cantidad de horas y tinta a estudiar diferentes facetas del movimiento revolucionario mexicano—desde la vida cotidiana y campesina en esos años, hasta las distintas corrientes revolucionarias—, entrega a los lectores un relato riguroso y ameno narrado desde la perspectiva de uno de sus principales protagonistas:
«El Estado mexicano posrevolucionario […] debe más a Obregón que a Carranza, a Villa o Zapata. No se puede entender cabalmente la génesis y la forma del Estado mexicano del siglo XX —el más longevo de ese siglo en el ámbito internacional— sin contemplar el importante papel que tuvo Obregón en su construcción.»
Personaje literario en el mundo real —no por nada inspiró la novela cumbre de Martín Luis Guzmán—, Obregón encarnó el deseo de cambio, el arrojo de quien resuelve convertirse en soldado, la astucia del nuevo régimen, la capacidad para negociar —y para imponer, de ser necesario—, la mano dura y la mirada de largo plazo: luces y sombras del caudillo.