Que no tengamos que agotarnos de pedir para ellos —los cuerpos, digo— respeto y derechos. Un mundo en el que no tengamos que ser valientes para ir a una fiesta sin tacones, a una boda sin maquillar, a la playa sin depilar; para volver a casa después de un turno de noche, para entrar a un baño mixto o para correr por el campo solas; uno en el que no necesitemos días especiales por ser lo que somos ni quienes somos, por tener un cuerpo sexuado, por ser hembras de la especie con flujos, olores y deseos propios. Tampoco un día para que no nos maten, nos violen o nos torturen por querer ser libres. Uno en el que los autodescuidos y las autoviolencias no sean una tortura añadida. Uno en el que tener un cuerpo —sea el que sea, sean cuales sean sus funciones biológicas— sirva para vestirlo, adornarlo, peinarlo, moverlo, besarlo, saborearlo, mimarlo, quererlo, disfrutarlo y llevarlo donde deseemos, con quien nos dé la gana