Que fueras feliz.
Que tuvieras una vida mejor
que la no vida que ha sido mi vida,
un destino más amplio, más lleno
de cómodas oscuridades,
de confortables caminos, de sombras verdaderas. Y no lloraras con tus manos,
ni con otras manos. Que no te dolieras hacia dentro,
hacia esa piedra ubicua
con la que suelta el mundo su tremenda noche.
Que no tropezaras en el espejo
como lo hace el hombre.
Y que pasaran de largo las cosas que no se logran,
sin hacerte daño, sin llagas, sin despertarte.
No sé si porque te amo
adivino lo que no me dices, o sólo me lo invento.
Pero pienso que el dolor
reconoce a los de su propia especie,
a los seres que le son comunes. Los que llevan
el mismo fruto adentro de los ojos.
El dolor,
ese territorio heredado.
El peor de todos los sitios invisibles,
de los espacios inundados.